Los que me conocen ya lo saben de sobra… la cocina, definitivamente, no es mi fuerte. Siempre me defendí como pude, y mucho más desde que soy mamá.
Al principio fue fácil… purecitos de zapallo, bananas
pisadas y manzanas ralladas fueron mis grandes aliados, caballitos de batalla que lograron hacerme sentir
triunfadora. Pero con el tiempo, y a medida que mis hijas crecían, la cosa se
fue complicando.
Por suerte fueron apareciendo como por arte de magia,
como si se tratara de algo inherente al rol de madre, algunas “especialidades”
que a ellas les encantaron. Platos de lo más comunes y sencillos pero que
saborearon, disfrutaron y alabaron como si se tratase de manjares preparados
por una cocinera profesional.
Y a pesar de los años que pasaron, de lo mucho que ellas
crecieron, maduraron y aprendieron… a pesar de todo, y contra todo pronóstico,
mis hijas siguen eligiéndolos.
Cuando están tristes o de mal humor, cuando están muy
cansadas, cuando hace demasiado frío alguno de mis “platos especiales” siempre logra
reconfortarlas.
Si me preguntaran qué tienen de particular o de especial
aquellas comidas, no sabría qué contestar. O sí… absolutamente nada, más que la
dedicación y el amor que les pongo. Puedo jurarles que no cuento con otros
ingredientes secretos.
Sin embargo, creo que la magia de las cosas preparadas
por una madre, reside en el simple hecho de que son sabores con historia. Son
sabores que logran transportar en el
tiempo. Son sabores cargados de recuerdos. Y lo más importante… son sabores que,
no importa donde uno esté, tienen el don de traernos de regreso a casa.
(Patrocinado por Knorr)
No hay comentarios
Publicar un comentario