Pascal Campion
Cuando en la primera consulta el obstetra nos informó que la
fecha probable de parto sería en junio, temblé de miedo. El “¡pero si eso es pleno invierno!” se me quedó
atragantado, casi a punto de salir.
Durante un buen rato me la pasé pensando en cómo haría para
aprender a convivir con un bebé recién nacido y el frío, absolutamente
incompatibles para mí. Para cuando pude volver a prestar atención el médico ya
me estaba recetando ácido fólico, así que supongo que me perdí gran parte de la
charla obsesionada con las bajas temperaturas y sus posibles consecuencias.
Después se me pasó, claro, estaba tan feliz que terminé olvidándome del asunto. Era tal
la euforia que sentía que los grados centígrados fueron descartados de mi lista
de preocupaciones… ¡hasta que por fin nació!
Y ahí volvieron a aparecer, ocupando casi el primer puesto.
Les juro que no recuerdo un domingo más frío que aquel en
que volvimos por primera vez a nuestra casa con ella. Soplaba un viento
terrible, se volaban las hojas de los árboles y yo intentaba protegerla,
abrazándola fuerte.
Ay, si hubiera podido volver a meterla en mi panza para que
estuviera a salvo… ¡Cómo extrañé no poder hacerlo!
Y ése me parece que es el tema, aprender a convivir con la idea
de que ya no están adentro nuestro, de que ahora son independientes.
El frío, la lluvia, los virus, el sol fuerte, los mosquitos…
siempre habrá algo.
Pero, por suerte, no nacieron en la era paleozoica y eso es
bueno recordarlo. Afortunadamente nacieron en una época en la que existen
millones de cosas que podrán
protegerlos… además de nosotras.
Así que a abrigarse hasta las orejas y a salir a disfrutar
de la vida, aunque caigan rayos y centellas, que todo pasa demasiado rápido
como para andar perdiéndoselo.
(Post escrito para www.botiga.uy)
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